Ante todo, para evitar divagaciones y malos entendidos, conviene subrayar el punto de vista que he preferido, al menos en esta ocasión, para contemplar, apreciar e interpretar, a mi manera y por libre, esa grandeza tan indudablemente tópica y típica que es la Semana Santa de Sevilla. Dicho sea lo de tópica y típica en el sentido más sano y alejado de las intenciones peyorativas. Porque nada hay que sea tan tópicamente del lugar como lo es la Semana Santa en Sevilla, así como tampoco se da en nuestra ciudad ninguna otra reiteración de tamaña insistencia, durante siglos, sin apenas cambios sustanciales y con una monotonía tan expresa y cuidadosamente mantenida, tanto en las denominaciones como en el lenguaje, en los atuendos, y, sobre todo, en cuanto se refiere a unos cargos cofradieros que llegaron a ser en su día auténticas y adelantadas jerarquías seglares de la Iglesia, primerísima preponderancia de gente sin hábitos, que, después de congregarse religiosamente en torno a Cristos y Vírgenes, terminarían por arracimar afanes de vecindad y de gremios al pie de unos altares, hasta el punto de llegar a “sacar” esos mismos altares a la calle, por considerarlos muy suyos, casi del todo y exclusivamente suyos, aunque los curas párrocos de entonces pudieran opinar lo contrario.
Para mí, en un principio, el “paso” fue el altar de los santos titulares de la cofradía, de la hermandad, del agrupamiento de hombres pertenecientes a un mismo oficio. Todavía está por hacer la pequeña y gran historia que se puede hilar y deshilar a cuenta de este altar del Señor o de ese otro altar de Virgen a la hora de perfilar y conocer las líneas maestras de la Semana Santa. Una Semana Santa, que, como tema sociológico, se presta demasiado poco a los planteamientos rigurosos y preconcebidos.
Por el contrario, el motivo cofradiero es de los que se revuelven y enroscan, obligando al retorno de capítulos que se dieron por cancelados, quizá porque, al tratarse de una manifestación tan dada a lo estrictamente reglamentario, se produce, de rechazo, esa especie de fermentación inacabable de sugerencias que acosarán siempre las plateadas tapas de Las Reglas.
Historiadores tiene Sevilla, y bien buenos, y cofrades tienen las hermandades de Sevilla, y bien fervorosos y detallistas. Con esto quiero apuntar que ni estoy capacitado para hacer historia de la Semana Santa sevillana, ni mucho menos, para inscribirme en la nutrida candidatura de futuros pregoneros hispalenses. Lo mío, por puras razones de limitación, habrá de quedarse en eso: “en una versión un tanto literaria de la Semana Santa de Sevilla”, en una cariñosa interpretación llevada a cabo por quien se siente emocionado aún al “encontrarse” con alguno de los densos y raros silencios que cada imagen lleva consigo en defensa del misterio, cuando el desfile se hace un poco más ruidoso que de costumbre.
Con todos mis respetos de creyente de a pie, quisiera conseguir, nada más y nada menos, que reflejar, aunque sólo fuese en parte, lo que innumerables sevillanos sienten durante su Semana Santa. Y no sólo aquello que sienten, sino también aquello que intuyen en ese inusitado y atrevido modo de celebrar, con liturgia callejera, las jornadas más transcendentes de la Redención, bajo la bóveda del cielo, al filo chillón de las tabernas, bajo las altas y tupidas ventanas de los conventos, o acaso al cruce de alguna plaza agriada por las magdalenas tristezas de la prostitución. Desfile, pues, para ricos y pobres, para devotos y gentes descreídas, reclamados todos por inciensos y perfumes, por músicas, gestos y brillos, por velas y oros y platas...
Tan complejo es este sensitivo mundo semanal de cada calendario, que, a la vista está cómo se desborda la temática, nada más iniciada la exposición de propósitos, de puntos de vista y demás intentos de ordenar por anticipado la no pequeña osadía de ofrecer una interpretación personal, aunque eso sí, orientada en sus intenciones a buscar los mayores acercamientos con otras muchas formas de ver y apreciar la Semana Santa sevillana.
Hora es ya de que entremos en materia, más o menos sistemáticamente, mediante los auténticos derroches de improvisación y corazonadas que requiere y merece una manifestación pública tan paradójicamente rigorista en las aritméticas de sus Reglas y tan de antiguo tentada por la ilusión de verificar la primera rebeldía de los seglares, no frente a la jerarquía eclesiástica, sino muy habilidosamente perpetrada al lado mismo de las sillas episcopales, en un ten con ten que dura siglos y que constituye un sorprendente prodigio de diplomacia, aunque, de cuando en cuando, al doblar la esquina de tal o cual año lejano, se nos fuesen “a Roma por todo” tantos o cuantos hermanos mayores de hermandades sevillanas, para que el Papa en persona se sirviera resolver unos pleitos que, en cualquier otra geografía eclesiástica de otros tiempos, hubiesen resultado poco menos que merecedores de excomunión, con todas las pavorosas secuelas que son de suponer en aquellos pretéritos.
En mi opinión, la cofradía, en sus orígenes, más que una congregación para cultos, debió ser un cristiano modo de hacerse presentes y relativamente defendidos por apoyos mutuos, al pie de un altar del Señor o de la Virgen, no sólo por devociones, sino también empujados por la necesidad que los gremios sienten de llegar a ser peso constante y activo de una sociedad entrecruzada por muy contadas e inconmovibles fuerzas de predominio.
Y, en mi literaria prisa por distanciarme de lo antiguo, precisamente para evitar errores históricos, se me ocurre imaginar, sin más, que a alguien de sabe Dios qué año, probablemente un recio menestral de alguno de nuestros pueblos, propuso la ocurrencia de sacar a la calle el altar, entero, de la Virgen titular de la hermandad. Albañiles no faltarían para descuajar y reponer losetas y azulejos. Y, ahí que va el altar de una Dolorosa, arrancado de su pared oscura de la Iglesia, entre los gritos sudorosos del párroco, ay, Señor, perdónalos, Señor... Y con la imagen y el altar, la dorada talla del retablo... ¡Que avisen, que llamen al señor obispo!
Y allá fue a la calle el primer “paso”, el altar, probablemente, encima de una gran parihuela, soportado el gran peso por espaldas y hombros poderosos de gente poseedora de la bien trabajada musculatura de los pobres.
Fuente:
VERSIÓN UN TANTO LITERARIA DE LA SEMANA SANTA DE SEVILLA.
La versión original de este texto puede consultarse en: http://www.josemariarequena.com/otrostextos/el_alma_requena.htm